El encanto de la lectura compartida

Eduardo Dayan, Exposición en la Feria del Libro Infantil y Juvenil

21 de julio de 2010

La mujer entró al curso de un quinto año demasiado conflictivo.  Reemplazaba a una profesora que había renunciado. Estaba decidida a enfrentar lo que consideraba su desafío personal.  Vio que desde los bancos de atrás empujaban a un chico que aparentaba resistirse y que finalmente habló:

—Seguro que no, profesora, pero ¿no nos podríamos saltear el discursito ese de que —puso voz de payaso desorientado, bostezó, fingió pena—, “espero que nos llevemos bien, mi materia es la más importante, lo que aprendan les será muy provechoso en el futuro, etecé, etecé, etecé…?”.

Yo voy a omitir la parte esa de mis agradecimientos que obviamente están y en alto grado, para aprovechar la voz del estudiante ficcional cuyas palabras acabo de leer porque se me acomoda a los desconciertos, dudas, perplejidades, que siempre me provocan las frases hechas que se repiten como una verdad  indiscutible, ajena a cualquier cuestionamiento y más allá de lo que dicen. Me refiero a esas frases terminales del tipo de las que todos conocemos, por ejemplo, “es lo que hay”, “no bajes los brazos”, “el tránsito colapsó”, “todo tiene que ver con todo”, “los chicos no leen”. Yo voy a detenerme en esta última expresión.

Si se repite una y otra vez que los chicos no leen, está claro que los chicos tienen que leer. Ahora, si pensamos qué tienen que leer y por qué tienen que leer entramos en un terreno opinable, subjetivo, debatible. Sospecho que no todos pensamos lo mismo. Por lo menos para mí, la lectura es como el colesterol: está la lectura buena y está la lectura mala.

Así, por ejemplo, leo en una Carta de Lectores publicada en el diario El País, de España.

«El juez de la Audiencia de Toledo José María Losada condenó el pasado 9 de mayo a un joven de 19 años a realizar trabajos para la comunidad por un tiempo de 52 horas. De acuerdo con los representantes de Bienestar Social, la condena se ha cambiado por la pena educativa de leer el libro “Rimas y Leyendas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, así como resumir lo leído y entregarlo al juzgado.

La lectura como correctivo me parece una decisión asombrosa. Por otra parte impresiona que el magistrado haya tenido la agudeza de comprender que el castigo incluya responder a un cuestionario y resumir lo leído.

Aunque si la pena impuesta por la autoridad es educativa, se nos hace necesario considerar la delicada relación de la lectura con la escuela, pensar en ese hilo delgado que une y separa los campos literarios y educativos.

Atrás de lo que lee un alumno en la escuela está la elección previa del docente. Hasta que llega un texto a manos del último eslabón de la cadena está el compromiso, la responsabilidad de quien decide: ¿por qué se eligen las lecturas que se eligen, cuál es el criterio, cómo se sustenta la preferencia?

Lo que yo sé es que no hay ninguna neutralidad en los muchos actores que se aplican a ese acto educativo: todos elegimos un texto para su lectura sabiendo lo que hacemos, con una posición tomada con respecto a él, pero no solo a él: están presentes en la decisión nuestras ideas —y me excedo, pero no tanto—, nuestra postura en la vida, en la educación, frente a la Literatura. Si alguien dice: “que lean cualquier cosa, pero que lean”, esa también es una postura que considero, aunque no comparta.

Todo texto, toda elección de texto, no puede dejar de lado la ideología de la persona involucrada, en el sentido de que remite a una manera de entender el mundo concretada en ideas, principios, valores, convicciones, pareceres, intenciones, prejuicios, usos y calidad estética de la lengua empleada.

Es verdad que son válidas todas las resoluciones a las que se llegue por propia decisión, incluso la mera diversión o la banalidad del entretenimiento, porque hasta la literatura liviana puede ser interesante, atractiva, hasta profunda: lo que importa es que cada uno sepa y se haga cargo de lo que hace. Esto es,  que lo bueno de lo light, el café sin cafeína, la cerveza sin alcohol, la sal sin sodio, el tabaco sin nicotina, los endulzantes sin azúcar, no derive en aprendizaje sin esfuerzo y educación sin contenidos. Esto que parece obvio, es obvio. Y en ocasiones sucede. Lamentablemente.

En general, la lectura de los chicos está  determinada por los adultos. Son los padres los que compran los libros, los de la escuela y los que regalan; son los maestros y los profesores los que determinan qué título se va a leer y cómo será leído, son las autoridades educativas las que seleccionan los libros que se entregan a los alumnos y a las bibliotecas,  son los hacedores de libros, los escritores, los responsables de lo que escriben, son las editoriales las que publican lo que creen más conveniente. Y más atrás están quienes juzgan, eligen, publican, premian, ofrecen, promueven, publicitan. A todos nos importa qué concepción de lector subyace en los involucrados: el maestro, el profesor, el alumno, el escritor, el editor, los jurados, los críticos.

Lo que yo veo es que la oferta es mucha, variada, riesgosa. Advierto que hay y habrá seguramente textos que se arman a partir de la propuesta de hacer hincapié en temas supuestamente audaces y aparentemente atractivos. Por ejemplo y exagero: ecología, homosexualidad, discapacidades diversas, abuso de drogas,  violencia familiar o de género, sida, anorexia, bulimia, pibes chorros, transas, cartoneros, embarazo adolescente, derechos humanos, discriminación, acosos varios, sexualidad, bisexualidad, masturbación, depresión, automutilación, parejas tóxicas. Entonces, al escribir, se tratan los temas de una manera aséptica, políticamente correcta, edificante, como para que no generen conflictos, quejas adultas, problemas institucionales.

Naturalmente, cualquier relato es válido, si surge de la necesidad de contar una historia en la que lo que se narra, el tratamiento del lenguaje y la necesidad de decir son auténticos.

Esto lo digo porque observo que en ocasiones, en algunos textos aparecen personajes esquemáticos, chatos, dados de una vez y para siempre. Por ejemplo, el padre rico y con compulsión al trabajo, con ideas y frases hechas y fijas sobre el universo, sobre los hijos y sobre todo, sin posibilidades de cambio alguno, no falta la domesticada madre infeliz y esa obvia abuela omnicomprensiva y supertolerante, que da «lecciones de vida» con su conducta y la sabiduría que le dan los años.

Pienso que con el canon que respalda esa escritura se supone que así se «enseñan» valores, los afectos que se deben sentir, las conductas que corresponde seguir, las normas que es necesario obedecer… todo mechado con palabras como tolerancia, solidaridad, comprensión, rebeldías encauzadas, respeto a la diversidad, “amor”.

Existen otras posibilidades. La de aquellos autores que pensamos que la literatura explora y amplía experiencias de vida y permite construir interioridades, relacionarse, vincularse, ampliar la mirada. Así las imágenes que el lector va creando en su lectura viajan con él, entrelazándose con otras lecturas y con rutinas personales. Cada libro intenta hablarle a todos pero de una manera diferente a cada uno. Dice algo literalmente, pero sugiere más y más. El libro, en realidad «lee» al lector, lo descifra, lo nombra en cada palabra, lo va creando, apela a sus conocimientos, a su experiencia de situaciones vividas, de lecturas. Entonces, de lo que se trata es de buscar esos puntos de encantamiento compartidos entre el escritor y el lector, en la lectura cómplice que se da entre ellos, en esa intimidad compartida que se profundiza y prolonga en cada lectura.

En mi caso el proceso de escritura considera como fondo el saber reflexivo e intuitivo de la lengua, el conocimiento de lugares y situaciones que se conocen o son creíbles, el cuestionamiento de una realidad injusta. Me importa que aparezcan la ciudad y los espacios abiertos.

Así una pareja adolescente:

Circulan por las calles: Lavalle, Uruguay, Santa Fe. Ni ven los racimos de gente preocupada que apenas los registra. Están contentos de estar juntos. La ciudad es el tablero y ellos los jugadores o quizá, en compañía, el mundo es diversión, simple juego de la palabra o fuego puro de la palabra. Ella cuenta algo como siempre, se mueve, hace muecas, guiña, canta, manotea el aire, encamina los pasos de los dos… No tiene apuro… Atardece.

María del Carmen ha decidido ir con Pablo a la manifestación de repudio al atentado contra la Amia. Lee las consignas en las pancartas: “La única solidaridad es hacer justicia”, ve ciento cincuenta mil personas enfrente del Congreso, se sabe en el centro del dolor. Percibe la hostilidad en los silbidos contra el presidente Menem, que prefiere no hablar. El silencio inunda la plaza cuando la palabra se vuelve luto compartido.

Familiares de otras víctimas comprenden, sufren, acompañan. María del Carmen ve los pañuelos blancos de las Madres de la Plaza de Mayo, las fotos de los ajusticiados sin motivos ciertos, las banderas de quienes necesitan estar presentes, oye “para que no mueran dos veces”, y gente, gente, gente.

No se trata, pienso, en el inútil empeño de pensar que se intenta reproducir una historia real, nada de eso. Se trata de contar con belleza algo que pudo haber sucedido.

La ciudad se adormilará en sueños de otoño que se prolongarán lejos de las olas crespas del río. Se opacarán los bruscos gritos de las paredes, los pasacalles, las manifestaciones. Cerca de las autopistas y los verdes que limitan a Buenos Aires, la Reina del Plata, el arco iris verá deshacerse disueltas en luz las mariposas.

Claro que el lenguaje denuncia las ideas del escritor sobre sus posibles lectores. Parafraseando a Pascal, yo digo que el adolescente es un junco, pero un junco que piensa.

Así piensa la profesora del curso conflictivo:

No era cuestión de explicarle en ese momento qué pensaba, ni qué hacía allí. Menos, que no veía la adolescencia como un período de la biografía de las personas semejante a una sala de espera en la que había que demorarse hasta que pasara el almanaque y llegara la vida verdadera, reflexiona la profesora.

Y son lícitas las normas y las transgresiones justificadas a la norma. Por ejemplo, incluir, en ocasiones, poesías escrita por el amigovio de la protagonista, incluir palabras que no son del diccionario, pero que apuntan al corazón de la pena, incluso en verso entrelazado a la prosa:

imaginar la tristura de tus ojos,

velada vanamente

por el cántico de  voz que te sostiene,

volverse lágrima, lluvia, chorro de agua,

caldo, gota, de últimas gotera,

granizo, agua bendita, soda,

condenado desde el vamos al fracaso

de no volver a encontrarme en tus palabras,

que no quieren alcanzarme,

que me deshabitan,

que no me dan ni siquiera,

gorjeos de murmullos,

quiebros, balbuceos, soplos,

duraderos aún más en el recuerdo

Un texto ficcional es el que, más allá de las teorías, que están por detrás, seguro, remite siempre a la interioridad del lector, lo obliga a conversar consigo mismo de lo desconocido, lo conocido, lo oculto o lo imaginario. Sobre él aletea el marcado paso del tiempo, el remolino de la vida, la necesidad insegura de descubrirse. Todo en una lengua elaborada artísticamente. Importa también leer la sociedad a través de lo que les sucede a los personajes novelados, que se discutan sus puntos de vista, los signos hilvanados del deseo, la voz que busca la intensidad de la emoción que se recrea y se vive como si los estuviéramos oyendo en una noche de verano alrededor del fuego.

El lenguaje es alimento de palabras, produce pensamiento y belleza y puede producir acción. Estoy seguro de que la buena lectura ensancha en la gente la posibilidad de escribir el propio texto, soñar sus propios sueños, escribir su propia  vida.

Eduardo Dayan, 21 de julio de 2010