Adivinanzas, o la supervivencia de una manera poética de nominar el mundo

Por Carlos Silveyra

Publicado con autorización del Servicio de Orientación de Lectura www.sol-e.com

“Si vais para poetas, cuidad vuestro folclore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace alguien que no sabemos quién es o que, en último término, podemos ignorar quien sea, sin el menor detrimento de la poesía. No sé si comprenderéis bien lo que os digo. Probablemente no.

La pena y la que no es pena,
todo es pena para mí:
ayer penaba por verte,
hoy peno porque te vi.”
Antonio Machado. [1][1]

La adivinanza, una manifestación lírica muy antigua, es una forma poética folclórica nacida en la oralidad que nomina al mundo. No en vano en casi su totalidad, hallamos sustantivos como respuestas. Parafraseando al escritor y educador argentino Ernesto Camilli, sus respuestas son los nombres de las cosas. [2]

Constituyen un capítulo de nuestra cultura que también hallamos en toda la comunidad hispanoparlante y aún más allá, en todos los países en que hablan lenguas latinas y todavía en otros, como el inglés. Son, si se me permite, un auténtico patrimonio de la humanidad aunque, como son simples florecillas de los campos, silvestres y de colores vivaces, no tienen quiénes las galardonen formalmente. Tal vez, como sostiene Pedro Cerrillo  para toda la literatura oral, entre otras razones, porque “histórica y educacionalmente, se ha considerado que lo escrito tenía un carácter ennoblecedor que no tenía lo oral”

Pero veamos qué son las adivinanzas.  Las definiciones abundan, desde las más ingeniosas – “Tiene forma de poema / pero en realidad es un problema” dice una adivinanza de autor anónimo cuya respuesta es ‘la adivinanza’ — hasta las más complejas y minuciosas.

Se trata de una manifestación en verso, de autor anónimo, que tradicionalmente se difundió por vía oral aunque actualmente también solemos conocerla a través de su escritura. Predominan las cuartetas compuestas por versos octosílabos y con rima en los versos pares, aunque también las hay de variada cantidad de versos y métrica.

Lo verdaderamente singular de estos pequeños poemas es su finalidad: se trata de un artilugio mediante el cual dejamos ver ciertos indicios y, preciso es decirlo, buscamos confundir levemente al oyente para facilitar y a la vez dificultar que logre su objetivo, esto es, coja el significante y acierte con la respuesta.

El que la propone conoce aquella palabra no dicha pero aludida, y le pide al oyente, de un modo explícito o tácito, la respuesta precisa. Para atinar con ella deberá emplear imaginación y concentración, unir los cabos sueltos y, de ese modo, acertar con esa palabra cifrada, oculta y a la vez expuesta, que constituye la respuesta correcta. Claramente, se trata de un juego intelectual con palabras.

Aquella característica que señalara más arriba de la difusión oral hizo que tanto en las adivinanzas como  en las otras manifestaciones del folclore infantil –trabalenguas, nanas, cuentos mínimos, versos ligados a juegos como escondites, saltar a la comba, etc.—carezcamos de una versión original; todas sufrieron o mejor dicho, se mejoraron, con aquel pasaje de un individuo a otro. Pasaje que puede ser intrageneracional (de un niño a otro) o intergeneracional (de un adulto a un chaval). Es decir que de una misma adivinanza encontramos una cantidad de versiones, todas igualmente válidas, según se haya modificado en ese viaje histórico. Cambios que realizan los sujetos individuales, muchas veces dejando huellas del habla de la comunidad. Así no debemos asombrarnos si una misma adivinanza aparece en versiones ligeramente diferentes en Galicia, Andalucía y en Castilla. Tampoco si la hallamos en Cuba, México y Argentina. Es más: podemos dar con ella, más diferente, en francés, italiano o en guaraní o quichua, en el corazón de la América del Sur.

Así donde decía  “patata” en una adivinanza leonesa dirá “la papa” (el artículo para conservar la métrica) en una recogida en el Uruguay o Argentina; donde ponía “roto” en una adivinanza chilena dirá “pobre” en una castellana, por poner solo un par de ejemplos.

La otra gran responsable de los cambios es la desmemoria, el olvido. Mal que nos pese no podemos retenerlo todo, palabra por palabra, pausa por pausa. Y cuando no recordamos  una palabra o un pequeño fragmento, cubrimos la carencia acudiendo a distintos procedimientos, comenzando por restituir el sentido general, para pasar luego a pulir el reemplazo atendiendo a que no sea excesivamente explícito con relación a la respuesta y, finalmente, como dirían los psicólogos de la Teoría de la Gestalt, buscando la buena forma, esto es, atendiendo a la métrica y ocasionalmente a la rima.

El fenómeno curioso que se puede comprobar fácilmente, no sólo en el caso particular de las adivinanzas sino en toda la literatura oral, es que cada emisor está convencido que la versión correcta es la que él sabe y que las demás están equivocadas, simplemente son erróneas. “Tú la dices mal. Que no es así…” A veces sostienen estos puntos de vista aún después de que se les explique esto de las versiones. La justificación para sostener esa postura, tozuda por cierto, es casi con exclusividad, histórica: “Así la decíamos de chavales”; “De ese modo la decía mi abuela”, etc. Es una defensa denodada de la propia memoria y de cualquier elemento de la cultura personal-social. Es similar a la defensa que hacemos de otras palabras de nuestra infancia, cómo llamábamos a la bacinilla o al extremo de una barra de pan.

Este punto de la memoria puesta en juego para reproducirlas nos permite advertir ciertas notas en su construcción. La rima y el ritmo, está claro, permiten recordar. Y si no, pensemos en nuestros antepasados juglares que eran capaces de repetir de memoria, de cabo a rabo, el Cantar de Mío Cid, por ejemplo. Aunque, bueno… tal vez el chozno del chozno de mi chozno se cargó alguna palabrilla…

También colabora para tal fin la redacción en primera persona (“Tengo calor y no frío…”), recurso que, además, resulta muy eficaz para atraer la atención del oyente.

LOS ELEMENTOS ESTRUCTURALES

A poco de entrar en el mundo de las adivinanzas folclóricas – porque también las hay obra de autores prestigiosos como Cervantes, Lope o Góngora, sin abundar—vemos que se repiten, en mayor o menor medida, ciertos elementos que podemos denominar estructurales que cumplen distintas funciones. Resulta importante, como veremos más adelante, disponer del texto completo de la adivinanza para determinar su función.

Fórmulas de introducción o de inicio.

Muchas adivinanzas presentan en la introducción formulillas, construcciones ya hechas que se reiteran en diferentes piezas al estilo de “Qué cosa es cosa”, “Adivina adivinador”, “Qué será, qué será” o la pregunta directa “¿Cuál es?”, “¿Qué es?”, etc. Estas fórmulas cumplen la función de advertir que allí comienza la adivinanza, algo así como el “Había una vez…”, “ Esto era…”, etc. en la narrativa. Es un anuncio de juglar que nos comunica el comienzo de la función instalando un ritmo que se prolongará en el resto de la pieza. Anuncio que no dice otra cosa que “aquí empieza el juego”.

Adivina, adivinanza

qué se pela por la panza.
La naranja[1][3]

Acertaón, acertajín,

¿qué tiene el rey en la nariz?
Los mocos
[1][4]

¿Cuál es la cosa

que se aposa
sobre todas las cosas?
El nombre
[1][5]

Maravilla, maravilla,

¿qué será?
Canta, pero no en coro,
tiene corona pero no es rey,
lleva espuelas pero no es jinete.
El gallo
[1][6]

¿Qué será
que está en la puerta
y no quiere entrar?
El umbral
[1][7]
Adivinen por fortuna
¿cuál es el ave sin plumas?
El Avemaría
[1][8]
Maravilla, maravilla mba’é mo te pa

que se puede maravillar,
un poronguito verde
lleno de agua dulce.
La sandía
[1][9]

Adivina quién soy:
cuando voy, vengo,
y cuando vengo, voy.
El cangrejo
[1][10]

Fórmulas de cierre o conclusivas.

Aunque algo menos frecuentes que las fórmulas de inicio, también hallamos construcciones fijas que sirven para indicar que allí concluye la adivinanza. De todos modos, los estilos de fórmulas conclusivas son más variados. Permítaseme una vez más volver a ejemplificar con la narrativa: es equivalente al “Colorín, colorado, este cuento ya se ha acabado”  o cualquier otra fórmula.

Veamos algunos ejemplos:

Te digo y te repito
que si no adivinas,
no vales un pito.
El té
[1][11]
Vara, vareta,
ni verde ni seca;
ni hoja ni rama,
el que adivine
se casará mañana.

La vela
[1][12]
El hermano de mi tío,
aunque no es tío mío,
¿sabrás decirme qué es mío?
Padre
[1][13]
En medio del cielo estoy
sin ser lucero ni estrella,
sin ser sol, ni luna bella,
a ver si aciertas quién soy.
La letra E
[1][14]
Chocó en la calle un tranvía,
late y late el corazón.
Quién no sepa el acertijo
asnillo será y tontón.

El chocolate
[1][15]
Habla y no tiene boca,
corre y no tiene pies,
vuela y no tiene alas,
¿qué cosiquilla es?
La carta
[1][16]

Elementos orientadores y distractores

Estos dos elementos juegan, como en una balanza de dos platillos, un delicado equilibrio. Los elementos orientadores son aquellos que nos conducen a la respuesta, los que suelen ir aproximándonos por vía semántica a la respuesta. Los distractores, elementos fundamentales de las adivinanzas, son los que evitan la inmediatez de la respuesta, que la ocultan, la ponen a cobijo. Por esto generalmente estos elementos son metáforas. Y lo son porque, como dijéramos más arriba, las adivinanzas son juegos de palabras y hay un cierto monto de desafío, de reto, de incitación a acertar. Sin distractores no hay reto.

Si una adivinanza careciera de distractores sería un simple enunciado, directo, evidente. Si una adivinanza careciera de orientadores sería críptica, accesible sólo para expertos en la materia sobre la que versa la respuesta.

Otros elementos menos frecuentes.

Como se señalara más arriba, la transmisión oral hace que esos textos carezcan de la estabilidad de lo escrito.

Además, los textos de difusión oral se diferencian en cuanto a la cantidad de personas alcanzadas a la vez, se transmiten de uno a uno (o a pocos, en la mejor de las alternativas) mientras que lo escrito se difunde de uno a muchos (o a pocos, en el peor de los casos).

Estas características generan múltiples versiones porque los retransmisores completan las “lagunas” provocadas por la memoria deficiente o, en algunos casos, la nueva versión viene a reemplazar algún fragmento o palabra que “no sonó bien” en ese sujeto y que, sin tomar conciencia de ello, la reemplaza por otro.

Esos reemplazos muchas veces juegan un papel poco funcional en cuanto a lo semántico, antes bien mantienen la métrica y atienden a la rima por medio de palabras o construcciones existentes o, lo más frecuente, por neologismos que agregan o enfatizan la musicalidad del pequeño poema.

Suele suceder que alguno de estos neologismos se repite en varias piezas dentro de un área geográfica. Pongamos por caso “quiquiricosa”  o “quisicosa” en las adivinanzas mexicanas. En estos casos hablamos de construcciones  que denominamos “comodines” porque sirven aquí y allá, en esta adivinanza o en aquella. Veamos algunos ejemplos, también seleccionados de recopilaciones procedentes de distintos países de habla hispana. Observe el uso de neologismos en la última adivinanza seleccionada donde la función es otra: reemplazar las palabras de la respuesta de un modo muy ingenioso.

Adivinanza volanza
no tiene tripas ni panza.
La balanza
[1][17]
Pajarito vira vira
alza la cola y tira.
La aguja
[1][18]
Una cosa,
quisicosa,
cruza el río
y no se moja.
El sol
[1][19]
Colorín colorán
pasó por la mar.
Si no te lo digo,
no lo acertarás.
El azafrán
[1][20]
Adivina, adivinaja,
¿cuál es el ave
que escarba la paja?
La gallina
[1][21]
está pingando;
Mango, mango, está mirando:
Si pingue, pingue cayera,
Mango, mango lo comiera.
La morcilla y el gato[1][22]

1. MACHADO, Antonio: Juan de Mairena (Vol. II). Buenos Aires, 2ª edición, 1949, p. 56

2. CERRILLO, Pedro César: Adivinanzas Populares Españolas (Estudio y Antología). Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla – La Mancha / CEPLI, 2000, p. 15

3. DÍAZ ROIG, Mercedes y MIAJA, María Teresa: Naranja dulce, limón partido. Antología de la lírica infantil mexicana. México D.F., El Colegio de México, 2ª. Edición 1996. p. 75.

4. PÉREZ, Juan Ignacio y MARTÍNEZ, Ana María: Debajo del puente. Adivinanzas tradicionales recogidas en el Campo de Gibraltar. Algeciras, LIToral, 2002. p. 67

5. FEIJOO, Samuel: Sabiduría guajira. Las Villas, Cuba. Universidad Central de Las Villas, 1965. P. 53

6. CIDCLI, S.C.: La Quisicosa. México D.F, 2ª. Edición, 1985. p. 51

7. BRAVO-VILLASANTE, Carmen: Adivina adivinanza. Madrid, Didascalia, 1986. P. 16

8. VILLAFUERTE, Carlos: Avininanzas recogidas en la provincia de Catamarca, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1975. p. 117

9. GONZÁLEZ TORRES, Dionisio M.: Folklore del Paraguay. Asunción, Paraguay, 1980. P. 66

10. SILVEYRA, Carlos: Animalanzas. Adivinanzas con animales de Hispanoamérica, Buenos Aires, Altea, 2002. p. 12

11. CONSEJO NACIONAL DE EDUCACIÓN DE LA REPÚBLICA ARGENTINA: Antología Folklórica Argentina para las Escuelas Primarias, Buenos Aires, Guillermo Kraft Ltda.., 1940. p: 116.

12. MOYA, Ismael: Adivinanzas. Buenos Aires, Anaconda, 1955. p.125

13. CERRILLO, Pedro C.: Adivinanzas populares españolas (Estudio y Antología), Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000. p. 74

14. PEREDA VALDÉS, Ildefonso: Cancionero popular uruguayo, Montevideo, Editorial Florensa y Lafón, 1947. p. 97.

15. ANDRICAÍN, Sergio, SÁSÁ, Flora Marín de y RODRÍGUEZ, Antonio Orlando: Naranja dulce, limón partido. San José, Costa Rica, UNESCO, 1993. p. 107.

16. ESCRIBANO PUEO, M.L., FUENTES VÁZQUEZ, T., GÓMEZ-VILLALBA BALLESTEROS, E y ROMERO LÓPEZ, A. Adivinancero granadino de tradición oral, Granada, Universidad de Granada, 1990. p.116.

17. VILLAFUERTE, Carlos. Op. Cit, p. 154

18. VILLAFUERTE, Carlos. Op. Cit. p. 151

19. CIDCLI. Op. Cit. p 11

20. RODRIGUEZ MARÍN, Francisco: Cantos Populares Españoles, Buenos Aires, Bajel, 1948 (1º edición española: Sevilla, 1882/3), p. 111.

21. GÁRFER, José Luis y FERNÁNDEZ, Concha: Adivinancero Popular Español, 2 vol. Madrid, Taurus, 1984. Vol. 1, p. 71

22. JIJENA SÁNCHEZ, Rafael. Don Meñique. Buenos Aires, Hachette, 1960. p. 59