Sexualidad y LIJ

Puestos a hablar de sexualidad y literatura juvenil, nos dirigimos a las fuentes. Y le pedimos a Mario Méndez*, que les preguntara su opinión a escritores y escritoras que tomaron el tema, que contaron escenas, que pusieron el cuerpo, por así decir.

EN LA LIJ, ¿TOMAMOS MATE O CONTAMOS?

Son muy escasos los cuentos y novelas que hablan abiertamente de sexo y sexualidad en la literatura infantil y juvenil de nuestro país. Al punto de que, entre los autores y autoras del campo circula como una broma un axioma negador: “si es LIJ, no se coge”.
              Algunos lectores juveniles, estudiantes de la secundaria, tienen una queja: en las novelas y cuentos que circulan por fuera de la escuela, en las sagas y otras publicaciones destinadas a lo que el mundo editorial anglosajón bautizó como “young adult literature”, hay sexo y sexualidad. No en lo que se les ofrece a ellos en los colegios. (Aunque también es interesante ver cómo surge, de tanto en tanto, cierta cosa pacata impuesta desde las aulas, en algunos lectores juveniles: chicos y chicas que se sienten incómodos con las escenas sexuales, aún las difusas, al punto de reclamarle a los autores, como un error, que haya en sus libros “escenas subidas de tono”).
              De lo que no tenemos dudas, después de haberlo conversado entre varios miembros de ALIJA con autores y autoras y entre amigos muy lectores, es que si uno hace una especie de censo, “de memoria”, no son muchos los libros LIJ que contengan escenas sexuales, es muy poco lo que se puede encontrar. 
              Pero hay excepciones, por cierto. Entre otros, hay escenas de sexo (más explícito, menos explícito, más o menos sugerido) en algunas novelas y un libro de cuentos que acá queremos comentar con sus autores. Obviamente, es solo un muestrario, un recorte arbitrario, habrá otros libros para mencionar… aunque creemos que no muchos más, por cierto.

  

            En Todos los soles mienten de Esteban Valentino, editado por Loqueleo, Silvia S y Rogelio R, adolescentes que habitan un distópico mundo del futuro, se encuentran para su primera vez en una bolsa térmica. Esteban lo cuenta con enorme poesía.

              “Rogelio R miró el nacimiento del cuello de Silvia S y sintió que estaba al borde de un abismo y que lo único que le interesaba era tirarse en él. El cuello se continuaba en los suaves pechos que la campera no se preocupaba en ocultar y Rogelio R pensó que aunque allí estuviera su final, él iría cantando. Sabían que esa primera vez podía ser también la última. Así que se habían citado asegurando que, al menos, tendrían mucho tiempo para dedicarlo a la inmortal tarea de descubrirse. Con cuidado se metieron en la bolsa térmica. Cuando cedió el primer botón de la blusa de Silvia S, ella miró a los ojos de él nada más que para asegurarle que el futuro podía tenderles todas las trampas que quisiera, pero que en ese momento era suya, genuinamente suya, y que esa habitación era también todo el continente que le interesaba y que la siguiente hora eran todos los años. Al fin, cuando los dos cuerpos solo tuvieron el deseo inmediato sobre ellos, Rogelio R empezó a llorar despacio, con todos sus músculos pero despacio, sin esfuerzo, como para que ella supiera que las lágrimas a veces también pueden ser un homenaje. Silvia S lo tomó con cuidado, le llevó la cabeza hacia su pecho y empezó a cantarle la misma tenue canción que le cantaba su padre. Él se dejó arrastrar por esas manos sabias y se abandonó al llanto. Al terminar se sintió limpio, preparado para su mejor entrega. Cuando él estuvo dentro de ella y empezó a intentar con alguna ingenuidad sus primeros vaivenes, Silvia S los acompañó con su voz.
Entonces, en la alta noche que era ya el mundo, solo se oyó el susurro de una muchacha que le entregaba su vida a su muchacho y que repetía como una campanada: «Somos eternos, a-mor, somos eter-nos, a-mor».

En No hay más que candados para Helena, también de Valentino, novela que se puede leer como una versión moderna y criolla de La Ilíada de Homero (colección Clásicos contemporáneos, de SM), se propone el rapto de una Helena que es pupila de un prostíbulo y el posterior cerco a una casa de campo de la zona. Leemos este bello relato de una primera vez:

“¿Cómo se relata un asombro que nace en parte de la ignorancia pero en buena medida de la plena convicción de que se está ante una causa que legitima plenamente ese asombro? Porque Alcides, que entendía con exactitud que su boca abierta le debía algún porcentaje al hecho de que Helena era la primera mujer desnuda que veía en su vida, no dejaba de decirse —y de estar seguro de eso que se decía— que jamás en su vida volvería a ver algo tan bello.
Helena comprendió de inmediato que debería ser ella la que guiara al muchacho por los complejos laberintos del deseo y lo hizo con paciencia y hasta con ternura. La diferencia de edad no era mucha; sí lo era la que había entre los saberes de uno y otra, que se volvían abismos a la hora de hablar de cualquier cosa que tuviera que ver con la cama.
              Ella también vislumbró que esa primera vez era una especie de regalo y que algunos minutos más no serían recriminados. Se tomó entonces su tarea casi con paciencia docente y hasta con disfrute.
              Cuando terminaron había transcurrido algo más de media hora en la realidad, pero Alcides sentía que terminaba de asistir a su verdadero nacimiento”.

 

             En Piedra, papel y tijera, la excelente y muy premiada novela de Inés Garland, editada por Loqueleo, encontramos esta impactante escena, tan bien contada.              “Me guió hasta la ventana de la húngara. Espió primero, y se dio vuelta para mirarme, con el dedo índice sobre los labios, los ojos fascinados con lo que había visto. Me hizo señas de que me acercara. Un gemido llegó a mis oídos con nitidez. Sentí un nudo en el estómago: lo único que nos ocultaba de la mirada del Tordo y de la húngara era el mosquitero y la sombra tibia del techo de la galería.
              Carmen se apretó contra la pared y volvió a asomar la cabeza para mirar. Yo, también contra la pared pero detrás de Carmen y fuera de la abertura de la ventana, ni siquiera me atrevía a moverme. Ella se dio vuelta otra vez. Como yo seguía inmóvil, se agachó y caminó en cuatro patas hasta el otro lado de la ventana para cederme su lugar. Una vez del otro lado me hizo señas para que me asomara.
              El cuerpo desnudo de la húngara estaba de frente a la ventana, la cabeza echada hacia atrás y la boca un poco abierta en una expresión rara, que parecía de dolor. Aunque tenía los ojos cerrados, volví a apretarme contra la pared con el corazón al galope. Me asomé otra vez. El Tordo, debajo de la húngara, estaba hablando ahora entre dientes y ella tomó aire de golpe como si hubiera estado ahogándose. El respaldo de la cama estaba cerca de la ventana. Un ropero con un espejo en la puerta reflejaba la espalda de la húngara, amplia y muy blanca, que se angostaba en la cintura para abrirse otra vez en los glúteos inmensos donde los dedos del Tordo, en abanico, se clavaban en la carne como si fueran a lastimarla. Algo golpeaba contra la pared. El ruido metálico era como la música que movía a la húngara y ella parecía muy lejos de allí, en otro mundo. El pelo rubio se le pegaba a la cara y a la piel mojada de transpiración. Cuando su grito ronco se mezcló con el gruñido del Tordo, yo tuve una sensación nueva y dolorosa entre las piernas.
              —Puta —dijo el tordo.
              Y lo repitió varias veces, cada vez más suave como si lo fuera convirtiendo en una caricia. La húngara se tapó la cara con las manos y se echó sobre el Tordo. Estaba llorando”.

     

         En Lucía, no tardes, de Sandra Siemens, otra premiada novela, editada por SM,  nos encontramos con este encuentro íntimo en la noche italiana, en plena guerra, contado con mucha poesía:
“Hacía calor. El pueblo era un manojo de silencios. Se quedaron dormidos mirando cómo el cielo se llenaba de estrellas fugaces. Pero durante un tiempo, antes de dormirse, dejaron de mirar. Benicio, porque le dio la espalda al cielo. Bruna, porque Benicio la cubría por completo. Más que la noche”.

    

          En Moreno, guion que es una novela, novela que es un guion, publicado por Edelvives en la colección Alandar, Laura Ávila se atreve a reírse, junto a sus amados Mariano Moreno y Guadalupe Cuenca, de la primera noche del matrimonio de la joven pareja. La escena desborda ternura.                           Esc 7.  Interior – Noche – Posada de Chuquisaca
Se trata del cuarto de una posada. Una cómoda desvencijada, una              jofaina, dos sillas de mimbre. En una de las sillas arde la única lámpara de la habitación. En la cama, María Guadalupe se acomoda el camisón, un poco desencantada. A  su lado Moreno se tapa con la sábana.          

María Guadalupe
¿Eso era todo?

              Moreno se incorpora en un codo. La mira un poco escandalizado.

Moreno
¿Qué? ¿No te gustó?

María Guadalupe
No sé. Todo ha pasado muy rápido.

           Moreno se tira de espaldas, resoplando. María Guadalupe lo mira con total inocencia. Moreno se tapa la cara con el antebrazo y se empieza a reír.

Moreno
Ya voy a ir mejorando.

              María Guadalupe se acuesta. Moreno la arropa y le da un beso.

Moreno
La próxima vez va a ser mejor.

         Moreno le da un nuevo beso más largo.

Moreno
Y la próxima mejor todavía.
Y la próxima, y la próxima…

         Vuelve a besarla. María Guadalupe le devuelve el beso, un poco torpe.

      

        En la muy divertida (y a la vez profunda) Nunca seré un superhéroe, de Antonio Santa Ana, de la colección Zona libre, de Norma, se sugiere, elípticamente, una masturbación:             
“Esa noche,  después de la discusión sobre la mujer como objeto sexual y mis recuerdos de Julia, bella como el campo bajo la lluvia, con su camiseta ajustada y su bamboleo, me dormí sobresaltado. Por la mañana tuve que cambiar las sábanas”.

   

           Y también se dice (y no se dice) en la archifamosa Los ojos del perro siberiano (también de Zona libre, Norma), del mismo Santa Ana, que Ezequiel, el hermano mayor del narrador protagonista, ha embarazado a su novia, que es por eso que lo echan de la casa e incluso se desliza la posibilidad de un aborto.
              “La historia fue así: Ezequiel salía desde los 13 con una chica llamada Virginia, también el padre de ella era amigo de papá. En el ambiente donde nosotros nos movemos es difícil relacionarse con alguien si nuestras familias no lo están de alguna manera, o son compañeros del club de papá, o lo fueron de estudios, o tienen negocios en común, o nuestras madres son amigas, etc. En resumen, Ezequiel salía con Virginia que hasta había estado unas vacaciones con nosotros en el campo de la abuela. Esto no es un “recuerdo implantado”, he visto fotos, ya que el nombre de Virginia ha dejado de mencionarse en nuestra casa.
              Me estoy yendo por las ramas. El tema es el siguiente: Virginia quedó embarazada y el embarazo fue interrumpido”.

    

          En el cuento “Colchones” del libro Radiografía del instante, editado en la colección Gran Angular de SM, Melina Pogorelsky narra esta hermosa historia del amor secreto entre dos varones, compañeros de trabajo.
              “Llevaban tres años trabajando juntos y dos años y once meses de besarse en el depósito. Entre la primera y la segunda vez pasaron una semana sin hablar. Mateo había llevado brownies. Eran suaves, pero Hernán comió demasiados porque esa mañana no había desayunado. A Mateo le daba risa la idea de verlo un poco más desacartonado.
              Al mediodía salieron a comprar empanadas. El almuerzo de sus táperes les había quedado corto. Al volver, Hernán propuso bajar a tirarse unos minutos entre los colchones del depósito.
              Acostados sobre el plástico que protegía un Simmons, Hernán se rió a carcajadas cuando entendió por qué se sentía así.
              —Pero qué guacho, ¿cómo no me avisás?
              —Es miércoles. No va a venir nadie hoy. Cualquier cosa yo me ocupo. Vos relajá.
              Cerró los ojos sin dejar de reírse y tardó en entender que eso que chocaba contra sus dientes era la boca de Mateo. Nunca había besado a un hombre y quiso sentir repulsión por esa barba que apenas lo dejaba respirar. Lo intentó, pero no pudo. Les quedaban seis minutos antes de abrir el local.
              Los siguientes fueron días incómodos para Hernán, pero se calmaba pensando que todo había sido culpa de las galletitas. Como Mateo se mantenía tan tranquilo y en su mundo, hasta llegó a pensar que en realidad no había pasado nada.
              El miércoles al mediodía, mientras enjuagaba una taza en la cocinita, Mateo se acercó para poner el táper en el secaplatos y le rozó accidentalmente la barba con su hombro. Hernán lo agarró de la mano y lo llevó hacia abajo.
              Al otro día lo hicieron de nuevo. También la semana siguiente. Continuaron durante semanas que se convirtieron en meses y en meses que se reunieron en años.
              No necesitaron ponerles nombre a esos treinta minutos ni establecer reglas. Sin palabras de por medio, quedó naturalmente instalada esa dinámica que se repetía por el simple hecho de que les hacía bien. Estaban solos, no tenían que dar explicaciones y ese paréntesis en la jornada laboral se imponía tan fluidamente como la pausa para el cigarrillo. Tampoco hubieran podido parar”.

……..

              A todos ellos, Inés, Laura, Melina, Sandra, Antonio y Esteban, les pedimos que nos respondieran algunas preguntas. 
              Queríamos saber cómo fue su experiencia a la hora de escribir estas escenas, si recordaban algo especial, alguna duda previa o posterior, si sintieron la sutil amenaza de la autocensura o la sensación de que estaban transgrediendo. Les preguntamos, también, qué repercusión tuvieron con los jóvenes lectores y, por último, cómo fue el ida y vuelta en las editoriales.        
      ¡Les pedimos que nos cuenten las intimidades, vamos! Acá les compartimos las respuestas, todas y cada una, una maravilla. Como si se dedicaran a escribir.

              Esto nos escribió Inés Garland, para poner en un cuadrito:

“Cuando escribo no pienso, dejo que piense una parte de mí que no controlo, así que la censura no aparece. Si aparece en la etapa de revisión, salgo a andar en bicicleta mientras hiperventilo. Me niego a la pacatería y, sobre todo, a la hipocresía de no hablar de sexo en los libros para jóvenes cuando se ven bombardeados por todos lados con sexo ¡y del menos interesante!, porque la pornografía o esas escenas edulcoradas con la cámara que gira alrededor de los cuerpos perfectos no me parecen la mejor manera de entrar en el tema. Me ha tocado ir a colegios donde los jóvenes no solo leyeron las escenas de sexo de Piedra, papel o tijera sino las de mis libros de adultos. La visión de los chicos de sexto año de mi novela Una vida más verdadera me dejó pensando varios días. Leer un libro es poder mirar el mundo a través de los ojos de otro, un escritor es eso: una mirada. Yo le presto atención especialmente a las relaciones, al amor, al desamor, al encuentro, al desencuentro. ¿Cómo no hablar de sexo si esos son los temas que me interesan especialmente?
En una época en la que se empuja a los niños a la sexualidad a través de todo tipo de imágenes, bailes, letras de canciones, películas, me sorprende mucho que se emocionen con la escena de Piedra, papel o tijera cuando Marito le toca la cara en el agua a Alma. Cada vez que hablo con ellos me la mencionan. El tabú parecería ser la asociación del sexo con el amor, no el sexo en sí. Hay un interés en que los jóvenes consuman, no es lo mismo que mirarlos para saber qué necesitan y no es lo mismo que decirles “acá estoy, esto es lo que miro ¿les interesa?”. También es cierto que una editorial italiana se negó a publicar Piedra, papel o tijera porque tenía un orgasmo (dos, le aclaré a mi agente, tres, si tengo que ser meticulosa). Hay maestras que leyeron la novela con niños de 12 años. A mí me parecían un poco chicos, pero no por las dos escenas de sexo que tienen diferentes capas de comprensión según quien las lea, sino por la violencia y la desolación de los efectos de la dictadura. En una de esas visitas a 7mo grado, uno de los chicos me preguntó si la húngara lloraba porque el Tordo le había dicho puta. Esa sola pregunta dio para una larga conversación acerca del contexto de cualquier palabra.
En otra escuela discutí con una joven enojada por mi escena de sexo en mi cuento “Evitar la ocasión”. Según ella, que estaba sentada al fondo de la clase con una pierna levantada y el zapato apoyado en el banco, las cosas no son así ahora. Era delegada de la comisión encargada de los asuntos de género. En primera fila había varios jóvenes callados que me miraban azorados. Una de ellos se acercó después a decirme que la delegada estaba de novia hacía años y no tenía la menor idea de cómo era estar sola y enfrentar los temas que la virginidad todavía presenta. Pienso que lo mejor que tienen los libros es eso: encontrar cuál te habla. Y para que eso pase, cada escritor tiene que hablar de lo que lo mueve. Para las editoriales el tema es también pensar cómo llegar a más lectores. Yo no creo que esa tenga que ser mi preocupación. Mi preocupación es decir lo que necesita decirse según mi más honesta conexión conmigo misma. Cuando escribo, escribe la multitud que contengo y en esa banda hay muchos jóvenes. Y a esos jóvenes míos les interesa el sexo. Si me reprimiera, harían huelga todos los demás que me habitan. Y si hicieran huelga, estoy frita, porque no sabría qué hacer de mi vida si no escribiera”. 

              Esteban Valentino también se tomó un momento, con su particular mirada poética, para respondernos:

              “Primero, te diría que hay una diferencia entre los dos textos, de veinte años y supongo que algo hemos aprendido como sociedad en todo este tiempo, que el modo no es el mismo y que el lugar que ocupan en la sociedad las relaciones humanas tampoco son las mismas. Un par de anécdotas sobre Todos los soles mienten me parece que pueden servir. En mi escritura original, hay una escena en la que el relato cuenta especies de fantasías surrealistas de los chicos. En una de ellas, uno de ellos dice que en el sol había un tipo, otro le contesta que no es un tipo sino una tipa y un tercero agrega que no es ni un tipo ni una tipa sino una mancha solar y que las manchas solares no tienen sexo. A lo que el primero responde. «Pobres, no saben lo que se pierden». Bueno, esa línea final fue eliminada en la versión publicada. Y no nos dimos cuenta sino hasta después de muchas ediciones de la novela, así que esa versión, digamos, algo expurgada quedó como la definitiva. La otra anécdota tiene que ver con su repercusión. Me habían invitado de un colegio católico de Salta para charlas sobre ese libro con los alumnos que lo estaban leyendo. El día anterior a mi llegada, la directora del colegio lee la novela y habla con las profesoras para pedirle que suspendan mi viaje porque ella no iba a legitimar con mi presencia la lectura de «un manual de instrucciones para el sexo». De casualidad, el sacerdote a cargo de la escuela, encuentra un ejemplar del libro, lo lee esa noche y a la mañana siguiente felicita a la directora por haber elegido ese libro, con lo cual mi viaje a la provincia se pudo llevar a cabo. También en otras novelas mías, como en Perros de nadie, hay escenas de sexo y fuera de algunas dudas por su repercusión, digamos comercial, nunca tuve problemas con las editoriales, como sí los tuve durante los noventas con el tema de derechos humanos. Por ejemplo, Un desierto lleno de gente me costó un triunfo publicarlo porque en aquel momento no había editorial que quisiera arriesgarse con esa temática. Pero el tema sexual, supongo que con bastante fundamento, debe depender mucho del tratamiento que se le dé. Creo que todavía no estamos preparados para escenas algo más explícitas o con uso de palabras que puedan ser consideradas fuertes. Es decir, me parece que si en lugar de pechos en la escena de Todos los soles mienten hubiera puesto tetas, estoy bastante seguro de que me la hubieran cambiado. Y si hubiera usado pene o directamente verga, también. Nuestros libros son mediados por los docentes y a su propia impronta ideológica, hay que sumar el hecho de que ellos mismos tienen límites en lo que pueden tolerar los padres o la propia dirección escolar. Mi libro para chiquitos, El cuerpo de Isidoro, narrado por el propio nene, cuenta que él tiene pelo en la cabeza, no como su papá que tiene pelo en la cabeza, el pecho y el pitito. Bueno, esa frase le fue objetada a una directora amiga de un colegio católico por varios padres. De modo que yo mismo me inhibo de ser muy naturalista cuando tengo que relatar una escena de sexo y trato de hacerla con el mayor cuidado posible. No deja de ser curioso que lo que es a mi juicio el momento de mayor algarabía y entrega de las humanas criaturas deba ser tratado con tantos miramientos, miramientos que no se ponen en juego para nada cuando se trata de momentos literarios de violencia extrema, por ejemplo. Entre otras cosas, por eso hemos creado el mundo que hemos creado. En lo personal me gusta relatar situaciones donde mis personajes se entregan a otro. Me parece que los vuelve más creíbles, más cercanos. Pero sí soy consciente que le dedico especial cuidado a su escritura. No es, claramente, una escena más.

              Antonio Santa Ana nos brindó una respuesta un poco más escueta, pero muy clara, y por cierto con algo de acidez:

              “Dudas previas a la hora de escribir esas escenas, no. Yo tenía, hace más de veinte años, cuando escribí esos libros, leída bastante literatura juvenil europea en la que se habla de sexo o drogas, por ejemplo, con bastante naturalidad. No creí, en ningún momento, estar haciendo algo transgresor. Meto en las historias lo que creo que las historias necesitan y me ayudan a construir a los personajes. Cuando los libros empezaron a circular me enteré de algunos profesores de algunos colegios que se escandalizaron, me sorprendió bastante. Nunca pensé haber escrito algo para escandalizar a alguien. Solo un par de historias de iniciación.
              En una de las primeras escuelas que me invitaron a charlar sobre Los ojos del perro siberiano, una privada en Tigre, me recibió el director diciendo: Por su culpa tenemos dos alumnos menos. No era el tema del aborto, me dijo, lo que les había molestado, más bien que retratara una familia de clase alta un poco «disfuncional», digamos.
              En 2018 me pidieron que grabara un video apoyando la campaña por el Aborto legal seguro y gratuito, lo hice. Luego de eso me escribió una profesora que «hace años le doy de leer libros suyos a mis alumnos pero después de conocer su opinión sobre el aborto no lo volveré a hacer jamás»: se ve que se le había pasado por alto.
En las visitas que he hecho a colegios los primeros años me preguntaban por el aborto, ya no, las sociedades han cambiado, creo.
              Sobre el tema de la masturbación o de una polución nocturna en Nunca seré un superhéroe, me parecía muy atinada para el personaje, un adolescente obsesionado con una chica, jamás en ningún encuentro con lectores nadie hizo referencia al tema.
Eso sí, en una famosa Web sobre lij, con sede en Miami, criticaron la novela por esa escena. Era un «tema» que debería ser tratado  con mayor profundidad y  no tan a la ligera, o algo así dijeron. Hay cosas, parece, sobre las que no podemos hacer una parodia”. 

              Melina Pogorelsky también dijo lo suyo, sobre el cuento y ese escenario tan particular, entre colchones y también sobre su excelente novela Como una película en pausa.

              “En el caso de este cuento, “Colchones”, no dudé para nada de lo que tenía que pasar. Tenía dos personajes a solas, a los cuales les pasaban cosas el uno con el otro, con media hora libre… ¡y en un depósito lleno de colchones! Realmente hubiera sido más complejo evitar escenas eróticas o sexuales que contarlas. La escritura se dio naturalmente ya que esta historia pedía ese camino. No sentí que transgredía algo, más bien todo lo contrario. La sensación era de estar siendo honesta con lo que quería contar y lo que los personajes necesitaban. Y una búsqueda especial de cómo se cuenta una escena erótica, porque cada historia tiene sus propias necesidades. Recuerdo cuando escribíamos junto a Grisel Estayno “Si te morís, te mato”, una de las dos protagonistas le relata en un mail a la otra una experiencia sexual con un chico. Esa escena la reescribimos varias veces porque nos importaba mucho encontrar el tono justo. No da igual contar una escena sexual de una adulta que de una adolescente, no es lo mismo si es con alguien con quien ya estuvo que si es un primer encuentro, no es lo mismo contarlo en tercera persona o en primera. A lo que voy es que, como en cada una de las elecciones que hacemos en un texto, hay un cuidado en el cómo lo contamos que es más importante que la decisión de contarlo.
              El proceso de edición de todo el libro Radiografía del Instante, en el cual aparece “Colchones” fue hermoso y fluido. Trabajamos el libro con Luz Azcona en profundidad y bajo la mirada de Silvia Díaz y Cecilia Repetti y, ni en este cuento, ni en otros en los que también hay escenas sexuales, jamás recibí algún comentario que insinuara que podía ser un problema. Creo que en los últimos años ha habido una mayor apertura del lado de las editoriales, y que supongo que está conectada con una apertura en el universo escolar. Hace no tantos años otra novela mía, “Como una película en pausa” tuvo un camino más difícil hasta ser editada. Recibía muy buenas devoluciones, pero preocupaba la idea de que el protagonista estuviera enamorado de su mejor amigo. Finalmente salió por Edelvives, impulsada por Natalia Méndez y, salvo algún comentario que otro suelto, de los que siempre se encuentran, el libro tuvo muy buena llegada en las escuelas. El año pasado visité una misma escuela por tercer año consecutivo para hablar de Como una película en pausa. La primera vez que había ido la mayoría de las preguntas giraban en torno a la orientación sexual del personaje. El segundo año ya el intercambio fue tomando otro rumbo, pero todavía una gran parte de la curiosidad pasaba por ahí. El tercer año hablamos de la historia, de la construcción, de las voces. No solo no se mencionó como algo importante la atracción de Luciano por Damián, sino que también los alumnos propusieron finales alternativos en varios de los cuales sugerían que los tres personajes probaran el poliamor.
              Pienso en este recorrido, desde la historia de Lucho y Damián en Como una película en pausa hasta la historia de Mateo y Hernán en “Colchones”… Que una de ellas haya generado más temores a la hora de publicarlo y que en la otra ni siquiera se hablara de que son dos chicos. Y lo conecto con esos cambios que fui viendo año tras año en los colegios, y entiendo que el paso del tiempo hace lo suyo, pero que no fue magia, fueron la ESI y leyes como la Ley de Identidad de Género, Matrimonio Igualitario, entre otras, y las y los docentes que acompañan los procesos, que escuchan a sus alumnos y que eligen textos como todos los que se mencionan en este artículo, que reflejan cosas que las alumnas y los alumnos conocen y atraviesan.
              Con respecto a la repercusión con los lectores, me llegan comentarios de mucha identificación con los personajes. Siento que hay un registro de esa búsqueda de honestidad que la mayoría de los lectores agradece. 

              Laura Ávila nos contó la particular relación entre la ficción y la vida real, no solo de Moreno y Guadalupe, sino de la propia autora. Una delicia de relato.

              Esta escena de Moreno fue tomada de la vida real. Mi primera vez fue linda, pero veloz. Mi coequiper me dijo esa frase cuando terminó (porque él sí terminó): “la próxima vez va a ser mejor”. Igual tuvo razón.
              Cuando empecé con el guion no había tenido sexo todavía, arranqué a escribirlo a los 15 años. Las primeras versiones de esa escena eran increíbles, pero no porque estuvieran bien escritas, sino porque no había conocido la experiencia y escribía puras fantasías. Con el tiempo y el paso de las vivencias reescribí muchas veces los momentos sexuales, pero al final decidí contarlo así, simple y verosímil. Hoy releo y veo que lo que quedó no es una escena inaugural de sexo, sino más bien lo que pasa después: esa desprotección que tiene una cuando lo hace por primera vez ante un varón que piensa que estuvo genial, esa mezcla de excitación no resuelta y cierto desencanto.
El texto original tenía tres pasajes más, bastante explícitos, que servían para hablar del crecimiento de los personajes y de cómo habían aprendido a amarse también con los cuerpos. Ellos hacían la revolución aún en la cama, en un siglo en el que el amor no era romántico, en el que las uniones eran más acuerdos comerciales que otra cosa. Eran escenas tiernas y salvajes como yo misma, pero como Moreno salió publicado para jóvenes, no quedaron en la edición final.
              Mis palabras de amor son para Natalia Méndez, mi editora, que me tuvo mucha paciencia. Nunca había editado un libro con este formato, ni yo tampoco.
              A los lectores les gusta mucho Moreno y no se escandalizan con la lectura. Son adolescentes, la transitan con diversión, un poco siendo cómplices de esa pareja que está aprendiendo.

              Sandra Siemens fue muy clara y muy franca a la hora de respondernos: no solo tomó en cuenta la escena referida sino otras de otros de sus novelas y además, puso en negro sobre blanco algo que a muchos autores les ocurre: la duda de si “esto pasará” y la consecuente decisión posterior que cada escritor o escritora toma.

              La verdad es que no he tenido una devolución por parte de los lectores con respecto a esa escena puntual. Supongo que no les ha llamado mucho la atención.  Como bien lo comentan al inicio de esta nota, los libros que llegan a los colegios están mediados por una larga cadena de adultos. Creo que ese es el territorio donde todo esto entra en debate, y no en el de los lectores.
              Recuerdo que en la primera novela que publiqué, Un tren a Cartagena, había una escena en la que un personaje se masturbaba. La editora me llamó por teléfono y me dijo que convenía sacarla porque de otra manera el libro no entraría en los colegios. Yo era joven, era mi primera novela, así que escuché el consejo y por lo tanto nunca pude saber qué pensaban los lectores.
              Con los años me fui dando cuenta de que la LIJ estaba bordada de tabúes. No solo las escenas de sexo sino también las malas palabras (eso sí me lo han preguntado lectores, por qué usted usa malas palabras) la muerte, el suicidio, la violencia, el aborto, los finales no felices (eso también me lo han cuestionado). El negocio editorial es un negocio y sería muy necia si no entendiera eso. Las editoriales publican libros para vender en los colegios, y claro que los textos  conflictivos son un problema.
Con los años me di cuenta de que la LIJ también estaba bordada de algunos editores que estaban dispuestos sino a quebrar, por lo menos a filtrar esos tabúes, y por suerte en mi trabajo he dado con muchos de ellos.
              Creo que el riesgo con este aspecto de lo políticamente correcto de la LIJ es que la escritura se vuelva un eufemismo. Que no diga. Que se quede en la  superficie. O que se vuelva una palabra esterilizada. Yo estoy particularmente atenta a eso en mi escritura. Intento ser fiel a lo que quiero decir. Aunque si tengo que ser sincera hay momentos en los que escribo y me pregunto ¿pasará esto? igual no me detengo, sigo adelante. No es mi problema. Mi problema es encontrar la manera de contar lo que quiero contar. Hay una escena en una novela que se llama Tatuajes, en la que ubico a un Paul Gauguin ya viejo y moribundo con las piernas llenas de pústulas acostado con su mujer, una muchacha de catorce años con las piernas recién tatuadas. A mí me parecía una escena muy bella, pero en el fondo de mi corazón estaba esperando que me la rebotaran porque alguien podía leerlo como pedofilia. Y no. Pasó y nunca jamás recibí ningún comentario al respecto. Al contrario, en una visita a un colegio en México, los lectores tenían que elegir las escenas que más les habían gustado y me conmovió que una lectora hubiera elegido ésta.
              Igualmente es curioso como los autores seleccionados -salvo Inés cuyo texto es un poco más explícito pero con un lenguaje medido y cuidado-, hemos elegido el camino poético para contar. La elipsis. El desplazamiento. La metonimia. Se me ocurre un paralelismo con el humor cuando el humor dice lo que el discurso formal no puede decir.
              Creo que el panorama en la LIJ se viene abriendo mucho y hay cabida para textos que hace años no la hubieran tenido. Hoy las “malas palabras” no son un problema (o mayormente no lo son), pero de todos modos no sé si la LIJ otorga el permiso para un lenguaje más directo. No imagino una escena con una elección lexical que incluya verga, concha, ni siquiera vagina o pene. Y no importa si son palabras que forman parte de la narrativa cotidiana de los lectores. Da la impresión que a la LIJ se le siguen pidiendo textos esterilizados.
              Aunque a la palabra teta (no seno ni pecho) la usé en un poema que se publicó el año pasado y tengo que decir que nadie me dijo nada. Claro que tenemos que convenir que la palabra teta tiene otras connotaciones no sexuales y eso la habilita a circular con mayor libertad.
              Igual falta camino. Creo que es fundamental que ningún autor se quede con las ganas de decir lo que tiene que decir y de la manera en que quiera hacerlo. Tal vez tarde más en encontrar al editor o editora y cuando lo haga, tal vez ese texto tarde todavía más en encontrar a sus lectores. Pero esa es otra elección.

              Acá les dejamos los fragmentos de textos, las preguntas y las respuestas. Las conclusiones finales, amigos y amigas del Boletín Ventanas, les quedan a ustedes. Los libros, decía Borges, terminan con la lectura. Las notas periodísticas también.

Antonio Santa Ana, Buenos Aires, 1963. Escritor y editor. Publicó: Lo ojos del perro siberiano, Nunca seré un superhéroe, Los súper fósforos, Ella cantaba (en tono menor), Las canciones de Constanza y Bajo el cielo del sur. Ha sido traducido al italiano y al portugués.

Inés Garland escribe, trabaja como traductora, y coordina talleres literarios. Ha publicado novelas y libros de cuentos para adultos, jóvenes y niños: Una reina perfecta, La arquitectura del océano, Una vida más verdadera, Con la espada de mi boca. Con su novela juvenil Piedra, papel o tijera, traducida a varios idiomas, fue la primera autora hispanoparlante en ganar el Deutscher Jugendliteraturpreis, uno de los premios más importantes del mundo editorial en Europa. En 2019 recibió el premio Aladelta por su novela para niños Lilo que saldrá pronto en la Argentina.

Melina Pogorelsky nació en 1979 en Buenos Aires. Es escritora y docente.
Coordina el espacio de Literatura Infantil “Rato Libro” y brinda talleres de creación literaria. Publicó la saga de Los Súper Minis, Nada de mascotas, Una ciudad mentirosa y la trilogía Las Súper 8. Su novela Como una película en pausa recibió el premio destacado Alija 2017 como Novela Juvenil y Premio Fundación Cuatrogatos 2018. En 2018, se editó Subacuática, su primera novela para adultos. En 2019, se publicó Radiografía del instante que recibió la distinción de Alija en la categoría Cuento Juvenil.

Esteban Valentino nació en la provincia de Buenos Aires en 1956. Es Licenciado y Profesor universitario en Letras. Entre otros premios obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven en 1983 y en 1988 el Premio Alfonsina Storni de Poesía. En 1995 le fue otorgado el Premio Amnesty International y fue Destacado de ALIJA en cuatro oportunidades. Algunos de sus libros son A veces la sombra; La soga; No hay más que candados para Helena; Sin los ojos, Todos los soles mienten; Caperucita II, Es tan difícil volver a Ítaca, Titanis, El hombre que creía en la luna.

Sandra Siemens es una escritora argentina nacida en 1965. Vive en Wheelwright, un pueblo del sur de Santa Fe. Desde muy joven se interesó por la escritura y asistió por varios años al taller de la escritora Alma Maritano. Entre otros premios recibió el Premio Norma-Fundalectura 2008 por El último Heliogábalo y dos veces el Premio Barco de Vapor por La muralla (2009) y Bombay (2018). En 2015 ALIJA destacó a sus libros La tortilla de papas y Tatuajes como Mejor cuento infantil y Mejor novela juvenil, respectivamente. Y en 2016, Lucía, no tardes, como Mejor novela juvenil. En 2010 recibió la distinción White Ravens por su libro El hombre de los pies-murciélago, y en 2015 la misma distinción por su libro La tortilla de papas. Entre sus obras se pueden destacar Un nudo en la garganta, De unicornios e hipogrifos, ¡Ay! dijo Filiberto, El hombre de los pies-murciélago, La doncella roja, Lucía, no tardes.

Laura Ávila nació en Buenos Aires. Es guionista, novelista y realizadora cinematográfica. Sus obras combinan divulgación histórica argentina con aventura, acción y recreación de la vida cotidiana. Publicó, entre otros libros, las novelas La Rosa del río, La sociedad secreta de las hermanas Matanza (Destacado de ALIJA en novela infantil), El pan de los patricios, Final cantado, Moreno, Los músicos del 8Los espantados del Tucumán.
Escribió  las series de animación Juan y Yastay e Historias Chicas, dirigidas por Pedro Blumenbaum. Esta última recibió una Mención en los Premios Nacionales en la categoría de Guión de Radio y Televisión.
Para cine escribió Tiempos menos modernos, film ganador del Festival internacional de Trieste.

* Mario Méndez, maestro, escritor para niños y jóvenes, y cofundador de de la editorial Amauta, forma parte de la Comisión Directiva de ALIJA.